Recuerdos de Quintana

Enrique cerró la puerta con un gesto pausado, casi como si temiera perturbar el equilibrio recién instaurado en casa. Ana y las niñas habían salido de viaje y era la primera vez que Enrique pasa tiempo solo en casa desde que nacieron las niñas.  El eco del silencio lo envolvía todo, denso pero extrañamente familiar. Caminó lentamente por el pasillo sintiendo que sus pasos resonaban con una calma que no había sentido en mucho tiempo. El silencio le recordó otros tiempos, antes de que el bullicio de Julia y Alba,  invadiera cada rincón.

Se detuvo frente a la puerta de la habitación de las niñas. El cuarto estaba bañado por la suave luz de una lámpara de noche que siempre estaba encendida, las camas perfectamente ordenadas, como si las niñas nunca hubieran dejado sus sueños, enredados entre las sábanas, durante la mañana. Los colores pastel de las paredes contrastaban con el blanco impoluto del edredón. Las muñecas y un peluche de Mimosin le observaban desde su lugar, como guardianes silenciosos. Enrique se acercó a la ventana, y al abrirla, un ligero aroma a lavanda, el mismo ambientador que Ana siempre usaba, llenó el espacio.

Este cuarto, que ahora respiraba inocencia y caos, había sido su pequeño santuario. Antes de que nacieran las niñas, este lugar albergaba su estudio. Recordó cómo, años atrás, se sentaba frente a su escritorio de madera de nogal, una pieza que había elegido meticulosamente en una tienda de antigüedades de la calle Carnero. La mesa, ahora relegada a un rincón del salón, había sido testigo de incontables horas de escritura, con la superficie ya desgastada por el roce constante de sus manos y el peso de sus libros. Un pequeño busto de mármol de Marco Aurelio, que ahora descansaba sobre una estantería, solía acompañarlo en sus jornadas de reflexión. El olor a papel envejecido y tinta fresca aún parecía flotar en sus recuerdos, un aroma que le inspiraba cada vez que abría un nuevo cuaderno.

Se detuvo un momento, cerrando los ojos, imaginando aquel espacio antes de que se transformara. Sus libros, apilados en estantes que ahora sostenían juguetes y cuentos infantiles, habían sido reemplazados por las risas de sus hijas. Y aunque el cambio era inevitable, se dio cuenta de que parte de ese antiguo rincón seguía vivo, no en los objetos, sino en él mismo. Un espacio en diferente capitulo de su vida. Igual que él.

Esta reflexión le despertó de una nueva manera a la consciencia de que este fin de semana estaría solo. Decidió que el salón sería su estudio para una vez mas escribir sus pensamientos y leer a sus autores favoritos como solía hacer.

Caminó de regreso al salón, donde su unión con Ana  era más  que evidente porque el apartamento mezclaba todo el pasado de de ellos dos y,  aunque con un gustos diferentes , se conseguía un equilibrio acogedor. Su apartamento en el piso doce de la calle Quintana ofrecía una vista impresionante del palacio real, uno de los muros principales del salón era, de hecho, una cristalera enorme y  cuando llegaba la noche las luces del palacio ofrecerían una vista sin igual.

Sin embargo lo que más le gustaba era el contraste entre lo moderno y lo cálido que ese espacio representaba porque la chimenea, que no había encendido en meses, esperaba, ansiosa por devolverle el calor de antaño. Frente a la chimenea, colocaría su vieja mesa de nogal, que seguía siendo una parte esencial de su vida, aunque ya no para escribir, sino como lugar de encuentro familiar, para comidas y juegos de mesa.

El salón siempre olía a una mezcla de madera quemada y el incienso que Ana solía encender en las tardes. En la pared, un cuadro abstracto en tonos dorados y cobrizos, uno de los recuerdos de su antigua vida, colgaba aún. Ana lo había comprado durante un viaje a una galería local, y esa pieza le recordaba la calidez del atardecer, ahora más cerca de su hogar que nunca.

La tarde se desvaneció y Enrique se acomodó en la silla que descansaba junto a la ventana. La luz titilante de las farolas y las estrellas sobre la ciudad le ofrecieron gran sensación de paz. La noche estaría completamente libre de interrupciones, sin perturbaciones, lo que le permitiría retomar las viejas costumbres de la vida: escribir un poco, luego leer, y tal vez simplemente mirar las estrellas. El silencio se había convertido en una invitación a recordar lo que una vez  fue y lo que aún podría ser. Enrique respiró hondo y sintió el calor del fuego.

Enrique respiró profundamente, sintiendo cómo el calor de la chimenea llenaba el espacio. Era su tiempo, su momento, y por primera vez en años, tendría el día y la noche solo para él. Mientras el fuego chisporroteaba suavemente, se sentía a punto de redescubrir ese rincón olvidado de su vida, ese que ahora, al quedarse solo, le permitía ser nuevamente él mismo.

Continuará…

Luis Alberto Ruiz.

A lo largo de la vida, los espacios en los que habitamos se transforman, evolucionando junto con nosotros. Lo que un día fue nuestro santuario personal puede convertirse en el corazón de la familia, y es en esos pequeños detalles —la mesa de nogal, el aroma a lavanda o el brillo de las luces nocturnas sobre la ciudad— donde descubrimos lo que realmente convierte una casa en un hogar. Así como Enrique encontró en su apartamento la calidez de su vida pasada y presente, todos nosotros compartimos historias únicas vinculadas a los lugares donde vivimos.

En Lofty, sabemos que los espacios no solo son estructuras, sino los escenarios de nuestras historias personales. ¿Te ha gustado este relato? Nos encantaría saber cómo te relacionas con los espacios que has habitado. Comparte tu experiencia en los comentarios: ¿qué rincón de tu hogar guarda recuerdos especiales? ¿Cómo ha evolucionado tu hogar a lo largo del tiempo? Nos encantará leerte.

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