A veces, cuando me siento estancado o atrapado en la rutina, hago un ejercicio que me ayuda a reenfocar mi perspectiva: pauso, respiro hondo y dejo que mi mente viaje hacia el pasado. Y, casi sin darme cuenta, llego hasta el hogar de mi infancia, a ese apartamento ubicado en la avenida Francisco Aguirre de mi ciudad natal. Era el típico piso de los años 70 y 80, con su pasillo larguísimo y habitaciones dispuestas una tras otra. Porque, en aquel entonces, tener un piso grande no era cuestión de lujo, sino de necesidad.
No era un loft moderno ni un piso de revista ubicado en el centro de una ciudad vibrante y cosmopolita. Pero algo tenía ese lugar que, incluso hoy, sigo buscando inconscientemente en cada espacio que habito. Piensa que los cuartos y la cocina de los pisos de aquella época solían tener ventanas que daban al patio de luces. Normalmente, solo el salón y una habitación eran los espacios privilegiados con ventanas que daban a la calle principal.
Recuerdo perfectamente despertarme los fines de semana, mucho después que mis padres, con el sonido cotidiano de las casas vecinas. Eran tiempos en los que las mamás preparaban la comida y charlaban entre ellas desde las ventanas mientras tendían la ropa, llenando de vida y humanidad ese patio de luces que, lejos de ser sombrío, se sentía como el corazón del edificio. Pero lo que más paz me daba siempre era la luz indirecta que iluminaba mi habitación.
Aquella claridad suave y difusa le daba al cuarto un aire mágico, una calma inalterable que me envolvía como un abrazo. Incluso cuando ordenaba mi cuarto, parecía más limpio, más amplio. Y si me ponía a escuchar música, no importaba si eran las tres de la tarde en pleno verano: esa luz conseguía teñir la atmósfera de una melancolía otoñal que me fascinaba y me inspiraba a partes iguales.
Hoy en día intento recrear esa misma sensación en mi hogar. Vivo en un apartamento residencial más pequeño que el de mi infancia, pero que, en cuanto a materiales, diseño y ubicación, se podría considerar un auténtico lujo. Tengo un pequeño jardín que recibe la luz de la tarde y, aun así, mi mayor placer es correr las cortinas, dejar que la tela tamice la luz, abrir una botella de vino, poner Pink Floyd en Spotify a través de la Alexa del salón y perderme en mi colección de relatos favoritos. Esa luz, esa sutil claridad que nunca quema, todavía me transporta a un lugar mágico. Me hace sentir en casa.
Como creativo y persona con una gran sensibilidad estética, necesito el diseño en mi vida. Pero también me gusta recordarme que no importa qué tan lujosa sea la casa en el campo de tus sueños o el loft urbano en pleno corazón de la ciudad. Existen muchos lugares que pueden impresionarte con su arquitectura o estilo, pero lo verdaderamente especial está en esos pequeños detalles que resuenan con nuestra propia historia. Se trata de encontrar esa chispa, ese destello que haga que el lugar se sienta como un reflejo de quiénes somos.
Como la luz indirecta de mi vida.
Luis Alberto Ruiz.
¿Y tú?
¿Tienes algún rincón o detalle especial en tu hogar que te haga sentir en paz o que te transporte a otro momento de tu vida? Nos encantaría que lo compartieras en los comentarios. ¿Cómo sería el lugar que refleja tu esencia? ¡Cuéntanos tus experiencias y sensaciones! Y si te ha gustado este post, no dudes en compartirlo con aquellos que también valoran esos pequeños detalles que hacen de una casa un verdadero hogar.